por José Morales
Cada noche desde que el sol comenzó a menguar y los ciclo de la vida a estacionarse, Garu hacía el esfuerzo por volver costumbre el hábito de despertarse a una hora exacta, olfatear como un lobo, gruñir como una hiena y deambular por los desagües de la cuidad en busca de una presa que no existía. Sabía que esa costumbre lo iba a salvar de la monotonía. Algún día -decía- cuando seamos los únicos, cuando el sol finalmente decline, Deambulaba toda la noche, olfateando y gruñendo. Y cuando el sol de un nuevo día comenzaba a descubrir lo que las cloacas escondían. Garu, salía desde el fondo de una estrecha avenida subterránea, a las amplias calles de la ciudad. Caminaba cada espacio vacío olfateando y palpando las obras de la ingeniería. Era su hora, su hora preciada, justo antes que el sol se volviera insoportable, le gustaba tanto, que gozaba de aquel efímero momento, como el asesino goza de sus vicios. Pero el no era un asesino, era un cazador. Rasgaba las paredes, las vitrinas, las ventanas, inhalaba el aire de cada espacio vacio, se excitaba, se estremecía con cada bocanada, amaba aquel momento, aunque la luz lastimara sus ojos. Le gustaba esa sensación que le hacia recordar su anterior estado. Garu recordaba y se le hinchaba el corazón acelerado. Y con la mente en el pasado, miraba sus manos y no eran las de un hombre, miraba su patas y tampoco eran las de un hombre. ¿Cuanto tiempo había pasado desde que el y su estirpe infectaran la tierra? ¿Cuánto? se preguntaba, y volvía a la obscuridad de las cloacas. Hasta que las sombras dominen y el último hombre muera
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